Los recuerdos no permiten vivir, solamente impiden la muerte
inmediata.
Alargan el momento. Dan esa migaja de pan que te permite
levantarte a la mañana siguiente y acudir a la zanja a cavar. Sucio
y puntual.
Los recuerdos son maravillosos, bueno, maravillosos los que los
son, otros son una puta mierda, pero hoy centrémonos en los
maravillosos. Concilias el sueño recordando, coges fuerzas
recordando, te vas a la ducha recordado... Si, ahí si que son útiles
los recuerdos. Te pasas el día reviviendo sensaciones. Un día tras
otro. Sueño tras sueño. Mañana tras mañana. Ducha tras ducha.
Pero llega un momento que no haces más que repetir los mismos
recuerdos, y por primera vez te das cuenta de ello. Que repetitivo.
Empieza a perder el sentido. ¿Solo ocurren en mi mente?¿Ocurrió
así o lo estoy modificando a mi antojo para seguir teniendo qué
recordar?¿Ocurrió?
Por ejemplo, pensad en una palabra. Vamos a ver... Padre. Todos
tenemos sentimientos asociados a ella. Ahora bien, repitela. Dos.
Cinco. Diez. Treinta veces. Ahora separa bien las silabas, llena tu
mente únicamente de la palabra. Llegará el momento en el que “padre”
no será nada, ni lo será hermano, ni lo será chucho, ni amor.
Sucesiones de sonidos familiares. Letras tras letras formando
silabas, que a su vez forman palabras, y sobre estas palabras
cimentamos nuestra existencia. Sobre estos estúpidos trazos sobre el
papel de una libreta que me permiten respirar.
Respirar y acudir mañana a la zanja. Sucio y puntual.
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